EDICIONES AVERSIVAS

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martes, 18 de diciembre de 2012

El partido del Estado. Miguel Amorós

Afínales de los años noventa el autor de este folleto podía apreciar una transformación fundamental de la naturaleza y función del Estado por la que dejaba de encarnar el poder en provecho de las finanzas internacionales, pasando a no representar un interés distinto del de la economía. Así, preveía un adelgazamiento estatal, casi una reducción a sus dimensiones meramente policiales, consecuencia de la subordinación de los políticos a los banqueros y de la menor necesidad resultante de profesionales de la política. Catorce años después puede constatar algunos errores en esas previsiones, debidos a que no le había dado la importancia suficiente al hecho de que el Estado español es una partitocracia, donde las oligarquías políticas organizadas en el sistema de partidos asumen la soberanía efectiva monopolizando el gobierno, el parlamento y la justicia. De modo que el "interés general" supuestamente representado por el Estado no es realmente más que el interés privado de una verdadera clase burocrática que ha hecho de la política, del sindicalismo, del asociacionismo civil, de la gestión administrativa... su profesión y su modo de vida, y del Estado su patrimonio. Por medio del nepotismo, la opacidad, el amiguismo, el caciquismo y la corrupción ha penetrado en la administración, los tribunales, los bancos, las grandes empresas, los medios de comunicación, las fundaciones y los organismos públicos, asegurándose elevados salarios para sus miembros y financiación suficiente de su estructura partidista y clientelar. Ese interés de clase, opuesto frontalmente al de la población gobernada, tampoco coincide siempre con el de la economía. En condiciones normales, el llamado interés general, que no es en realidad más que el de la clase dominante, nace de la fusión de los intereses privados de las élites políticas y económicas. Pero no siempre puede lograrse un interés unificado; en la situación actual, con el estallido de las burbujas financieras, el incremento exponencial de la deuda del Estado, el agotamiento de los recursos energéticos fósiles, y otros factores de la "crisis", los grandes intereses corporativos que controlan la "mundialización" traspasan sus pérdidas a los poderes locales, los cuales las transfieren a su vez por la fuerza a la población asalariada. Esta transferencia de capital necesita de un Estado fuerte, pero lo que hay es más bien un Estado hipertrofiado. Los intereses de la clase política entran en conflicto con los de los poderes financieros internacionales, sus acreedores, ya que su actividad parasitaria, admisible en las fases ascendentes de la acumulación especulativa, deja de serlo en los momentos de crisis, al dispararse la deuda. Pero lejos de sacrificarse por un interés "nacional", prefiere recurrir a recortes presupuestarios que no le perjudiquen y a los impuestos, empobreciendo a los asalariados y acabando con las clases medias. De las masas asalariadas amorfas surge "una especie de clase ciudadana, una nueva clase media capaz de iniciativa social, que oponiéndose a las efectos de la crisis en lugar de a sus causas, se atreve a concebir un reformismo propio al que la desaparición del pensamiento emancipador proletario da apariencias de moderno, presentando sus mezquinas desventuras particulares como drama universal". Reivindica una vuelta del "estado de bienestar", un capitalismo humanista, al que se llegaría por una reforma del parlamentarismo, con mecanismos de seguimiento y cooptación transversales, que engordaría aún más la clase política, cambiando su composición orgánica sin cuestionar la partitocracia, el pilar mayor de la esclavitud social. Así, esta "clase ciudadana", a la que el autor había llamado "Partido del Estado" aunque se trataría más bien de un "Partido Nacional del Orden", revela su verdadera esencia de clase media servil y perdedora. El verdadero Partido del Estado sería la élite política, financiera e industrial, "partidaria del mercado mundial y del crédito a muerte" que ostenta realmente su propiedad, y la lucha contra el Estado sería fundamentalmente una lucha contra ella. El problema sólo puede formularse seriamente como fin del dominio de la economía global sobre la sociedad y no como reconciliación entre ambas por mediación del Estado. Así que no se trata de elegir entre dos formas de opresión, una desregulada, obediente a "los mercados", y otra "sostenible", articulada por "la gobemanza" y la "participación", sino de abolir toda opresión. El Estado no representa ni puede representar en el actual momento histórico un interés general; ni siquiera es capaz de constituir un espado donde los intereses de las diversas facciones de la clase dominante puedan armonizarse en un interés "nacional". Sin embargo, "la supervivencia del sistema dominante —la sociedad capitalista— y todas sus abstracciones —dinero, trabajo, salario, valor, nación, partido, voluntad popular, ciudadanía- dependen de la fuerza y de la coacción institucionalizadas, o sea, de él". El nuevo Estado policía "no es un Estado de derecho al margen de la economía, sino un Estado de excepción donde la ley deroga todas las garantías jurídicas que obstaculicen el domino absoluto de la economía". La forma estatal no puede ser instrumento de una emancipación cuyo sujeto ya no pueden ser masas organizadas en partidos, sindicatos o consejos, como la antigua clase obrera, sino comunidades territoriales basadas al mismo tiempo en la lucha y en la creatividad. "Los individuos conscientes han de replantearse la forma de vida que desean llevar, la organización de su tiempo y de su espacio, el modelo de sociedad donde han vivir, y, finalmente, el equilibrio metabólico con la naturaleza, a fin de elaborar una estrategia de intervención colectiva de largo alcance. Han de cuestionar el conjunto del sistema v no solamente sus aspectos más degradantes. Desorden Distro. Valencia 2012

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