Afínales de los años noventa el autor de este folleto podía apreciar una 
transformación fundamental de la naturaleza y función del Estado por la que 
dejaba de encarnar el poder en provecho de las finanzas internacionales, pasando 
a no representar un interés distinto del de la economía. Así, preveía un 
adelgazamiento estatal, casi una reducción a sus dimensiones meramente 
policiales, consecuencia de la subordinación de los políticos a los banqueros y 
de la menor necesidad resultante de profesionales de la política. Catorce años 
después puede constatar algunos errores en esas previsiones, debidos a que no le 
había dado la importancia suficiente al hecho de que el Estado español es una 
partitocracia, donde las oligarquías políticas organizadas en el sistema de 
partidos asumen la soberanía efectiva monopolizando el gobierno, el parlamento y 
la justicia. De modo que el "interés general" supuestamente representado por el 
Estado no es realmente más que el interés privado de una verdadera clase 
burocrática que ha hecho de la política, del sindicalismo, del asociacionismo 
civil, de la gestión administrativa... su profesión y su modo de vida, y del 
Estado su patrimonio. Por medio del nepotismo, la opacidad, el amiguismo, el 
caciquismo y la corrupción ha penetrado en la administración, los tribunales, 
los bancos, las grandes empresas, los medios de comunicación, las fundaciones y 
los organismos públicos, asegurándose elevados salarios para sus miembros y 
financiación suficiente de su estructura partidista y clientelar. Ese interés de 
clase, opuesto frontalmente al de la población gobernada, tampoco coincide 
siempre con el de la economía. En condiciones normales, el llamado interés 
general, que no es en realidad más que el de la clase dominante, nace de la 
fusión de los intereses privados de las élites políticas y económicas. Pero no 
siempre puede lograrse un interés unificado; en la situación actual, con el 
estallido de las burbujas financieras, el incremento exponencial de la deuda del 
Estado, el agotamiento de los recursos energéticos fósiles, y otros factores de 
la "crisis", los grandes intereses corporativos que controlan la 
"mundialización" traspasan sus pérdidas a los poderes locales, los cuales las 
transfieren a su vez por la fuerza a la población asalariada. Esta transferencia 
de capital necesita de un Estado fuerte, pero lo que hay es más bien un Estado 
hipertrofiado. Los intereses de la clase política entran en conflicto con los de 
los poderes financieros internacionales, sus acreedores, ya que su actividad 
parasitaria, admisible en las fases ascendentes de la acumulación especulativa, 
deja de serlo en los momentos de crisis, al dispararse la deuda. Pero lejos de 
sacrificarse por un interés "nacional", prefiere recurrir a recortes 
presupuestarios que no le perjudiquen y a los impuestos, empobreciendo a los 
asalariados y acabando con las clases medias. De las masas asalariadas amorfas 
surge "una especie de clase ciudadana, una nueva clase media capaz de iniciativa 
social, que oponiéndose a las efectos de la crisis en lugar de a sus causas, se 
atreve a concebir un reformismo propio al que la desaparición del pensamiento 
emancipador proletario da apariencias de moderno, presentando sus mezquinas 
desventuras particulares como drama universal". Reivindica una vuelta del 
"estado de bienestar", un capitalismo humanista, al que se llegaría por una 
reforma del parlamentarismo, con mecanismos de seguimiento y cooptación 
transversales, que engordaría aún más la clase política, cambiando su 
composición orgánica sin cuestionar la partitocracia, el pilar mayor de la 
esclavitud social. Así, esta "clase ciudadana", a la que el autor había llamado 
"Partido del Estado" aunque se trataría más bien de un "Partido Nacional del 
Orden", revela su verdadera esencia de clase media servil y perdedora. El 
verdadero Partido del Estado sería la élite política, financiera e industrial, 
"partidaria del mercado mundial y del crédito a muerte" que ostenta realmente su 
propiedad, y la lucha contra el Estado sería fundamentalmente una lucha contra 
ella. El problema sólo puede formularse seriamente como fin del dominio de la 
economía global sobre la sociedad y no como reconciliación entre ambas por 
mediación del Estado. Así que no se trata de elegir entre dos formas de 
opresión, una desregulada, obediente a "los mercados", y otra "sostenible", 
articulada por "la gobemanza" y la "participación", sino de abolir toda 
opresión. El Estado no representa ni puede representar en el actual momento 
histórico un interés general; ni siquiera es capaz de constituir un espado donde 
los intereses de las diversas facciones de la clase dominante puedan armonizarse 
en un interés "nacional". Sin embargo, "la supervivencia del sistema dominante 
—la sociedad capitalista— y todas sus abstracciones —dinero, trabajo, salario, 
valor, nación, partido, voluntad popular, ciudadanía- dependen de la fuerza y de 
la coacción institucionalizadas, o sea, de él". El nuevo Estado policía "no es 
un Estado de derecho al margen de la economía, sino un Estado de excepción donde 
la ley deroga todas las garantías jurídicas que obstaculicen el domino absoluto 
de la economía". La forma estatal no puede ser instrumento de una emancipación 
cuyo sujeto ya no pueden ser masas organizadas en partidos, sindicatos o 
consejos, como la antigua clase obrera, sino comunidades territoriales basadas 
al mismo tiempo en la lucha y en la creatividad. "Los individuos conscientes han 
de replantearse la forma de vida que desean llevar, la organización de su tiempo 
y de su espacio, el modelo de sociedad donde han vivir, y, finalmente, el 
equilibrio metabólico con la naturaleza, a fin de elaborar una estrategia de 
intervención colectiva de largo alcance. Han de cuestionar el conjunto del 
sistema v no solamente sus aspectos más degradantes.
Desorden Distro. Valencia 2012

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